El efecto nocivo de las mañaneras

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De los once ministros que conforman el pleno, Arturo Zaldívar es, sin duda, uno de los que más saben y entienden de derecho constitucional, de su historia, su interpretación y correcta aplicación para la defensa de las instituciones de la república. Se ha dedicado a su estudio no sólo desde el máximo tribunal, sino también en el ejercicio mismo de la profesión, como litigante, antes de llegar a la Suprema Corte de Justicia.

Hace algunos meses, cuando se publicó la reforma a la Ley Orgánica del Poder Judicial Federal y se dio a conocer la trascendencia de su artículo décimo tercero transitorio, en el que se proponía la prolongación del mandato de su propio presidente, el propio ministro Zaldívar que la ejerce y se vería beneficiado, guardó silencio, un hecho que provocó una fuerte crítica en su contra.

Quienes entienden sobre la importancia de la investidura y la responsabilidad que tiene conferida, que le obliga a defender el poder que encabeza, comprendieron perfectamente la razón de su proceder y estuvieron de acuerdo en que él, aún como destinatario de la reforma y con múltiples comentarios que compartir al respecto, no podía adelantarse a la función que constitucionalmente tiene encomendada, ante todo, como titular de un órgano de justicia que tendría, en un momento dado, la función necesaria de calificarla.

En efecto, no habiendo concluido el procedimiento legislativo al inicio, pero aún después, habiéndose aprobado la reforma, ningún juez o ministro podía pronunciarse con relación a su constitucionalidad sino a través de los cauces que la propia Constitución concede a los particulares, a los distintos órganos de gobierno del país y las entidades que conforman la Federación. La ley obliga bajo penas severas a todos los juzgadores a abstenerse de hacer pronunciamientos expresos sobre aspectos que sean sometidos a su competencia, particularmente sobre constitucionalidad de leyes, con la finalidad de evitar que su función pueda verse entorpecida o mancharse de cualquier modo.

Fue la división de poderes, la competencia que la Constitución le confiere a la Suprema Corte de Justicia y la posibilidad de que la misma ley pudiera llegarse a combatir ante ella, lo que siempre justificó que, en su momento, el presidente de ese mismo Tribunal debiera guardar silencio.  Habría sido conveniente, quizá, que ese razonamiento se hiciera expreso por su parte, con la finalidad de callar muchas voces que, desconocedoras de la ley, reclamaban un posicionamiento respecto de una norma jurídica que, abiertamente, contradecía el texto de la Carta Magna.

En nuestra reflexión sobre la ley y la función de la Suprema Corte, no podemos dejar pasar por alto la idea de que, el peso de una sentencia en el ámbito del amparo, del juicio de controversia constitucional o de acción de inconstitucionalidad, constituye auténticamente la única resolución formal, con todo rigor jurídico, que puede llegar a definir una conducción irregular del poder público desde un punto de vista constitucional, en la expedición de leyes o en la expedición de actos concretos de la autoridad. El ministro hizo bien en guardar la distancia para permitir que los mecanismos de defensa de la Constitución operen de manera óptima.

De algún modo, eso provoca que hubiera sido algún modo sorpresivo que, en el marco de las facultades que la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, el propio ministro Zaldívar convocara a sus pares con la finalidad de deliberar en torno de la constitucionalidad de un precepto transitorio de la ley que lo favorecía, a través de la figura de una opinión que, como se ha visto, quedará en el tintero.  Una opinión del pleno de ministros de la Suprema Corte de Justicia no sustituye, bajo ninguna óptica, la importancia formal y trascendencia de cualquier sentencia que se llegue a dictar en los juicios para la defensa de la Carta Magna que antes hemos mencionado.

La semana pasada, el ministro Zaldívar decidió renunciar públicamente al beneficio de prolongación de mandato que a su favor contempla el transitorio de la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación recién vigente.  Es una definición honrosa y, además, apegada a la Constitución.

Esta vez, muchos aplaudieron la decisión, aunque la consideraron de algún modo tardía, pues siempre habrían preferido que dicho posicionamiento se hubiera presentado justamente cuando la norma se publicó o cuando entró en vigor. Esas voces continúan sin entender la importancia de la división de poder y el respeto de la investidura del juzgador, como un vehículo de defensa de la propia Constitución.

No deja de llamarnos la atención la posición que, en torno de este punto, el propio ministro adoptó la semana pasada con relación al transitorio que contempla la ley.  En términos institucionales, es diametralmente opuesta a la que decidió adoptar al inicio ¿No acaso el respeto a la institucionalidad justificó su silencio al inicio?, ¿Porqué ante la pendencia de los procesos constitucionales vigentes para que la Corte resuelva sobre la validez del transitorio –la acción de inconstitucionalidad–, el ministro decidió adelantar su decisión?, ¿Porqué fuera de los cauces legales?

Apenas en junio pasado se admitió y turnó a la ponencia del Ministro Franco González Salas la demanda del juicio de acción de inconstitucionalidad promovida por senadores inconformes contra el décimo tercer transitorio de la Ley Orgánica en cuestión. Es aquella, precisamente, la que definirá si el Poder Legislativo acató o no la Constitución. ¿Es válido, es conveniente y se justifica que, ante la inminencia de una sentencia, el presidente de la Suprema Corte renuncie al beneficio que la ley le confiere?

Cualquiera que sea la razón, sería increíblemente favorable para el país que la Suprema Corte de Justicia de la Nación no claudique a la competencia que la Carta Magna le confiere para dictar sentencia en este asunto, y definir un criterio claro de inconstitucionalidad que aclare la manera en que, a través de modificaciones a la ley y a través de normas jurídicas transitorias, no pueden prolongarse los períodos para el ejercicio de cualquier cargo público.  Ya existe el precedente de Baja California, sería muy beneficioso que el criterio se renueve con una nueva discusión, alrededor de su propia Ley Orgánica.  En nada le conviene a México aceptar el placebo constitucional que el ministro Zaldivar recetó la semana pasada, tras renunciar a un beneficio fuera de los procesos que de acuerdo con su investidura se deben resolver.

Los dos terrenos de mayor desacierto gubernamental que se atribuyen a la administración de Enrique Peña Nieto se encuentran en la corrupción y la violencia. La primera destapada con la adquisición de “la casa blanca” en Bosques de las Lomas, y la segunda con la inacción del gobierno ante la barbarie de Iguala, durante la matanza de los 43 estudiantes de Ayotzinapa.

No puede sino reconocerse que ambos eventos fueron terriblemente graves, pero fueron infinitamente más trascendentes una vez que el veterano candidato de oposición, Andrés Manuel López Obrador, los convirtió en un lema de campaña…de lo contrario, el nombre de los estudiantes aún resonaría en las páginas noticiosas de nuestros días.

El actual presidente de la república puede ser criticado por su forma de gobernar o por la asunción de resoluciones que han provocado descalabros en el terreno del derecho, de la economía o de la política exterior; sin embargo, nadie puede cuestionar el éxito que ha tenido en la acción de identificar el malestar de la ciudadanía y el diseño de la narrativa electoral necesaria para atribuirlo a los gobernantes del pasado.

A pesar de lo anterior, un tema es cierto y él no puede aportar prueba alguna que lo contradiga: Andrés Manuel López Obrador recibió del PRI un país con finanzas públicas sanas, con proyectos económicos en marcha y con un marco constitucional de avanzada que prometía un futuro productivo para el país.

El problema es que las causas del malestar ciudadano en contra de las que apuntó su fusil permanecen presentes y se agravan, que su inexperiencia y la de su equipo han demostrado incapacidad para enfrentar el problema de la pandemia, y la efervescencia propia de su estilo de gobernar provocan desconfianza, que se ha evidenciado en la marcha de la economía y los negocios en el país.

A pesar de que el presidente conserva en las mañaneras un instrumento que aún sigue siendo efectivo en el propósito de hacer pensar a la gente que los problemas de corrupción y violencia deben atribuirse a los gobernantes del pasado, el discurso empieza a ser insuficiente para explicar los descalabros presentes y sus efectos en la economía de las familias.  El presidente pasa por alto la capacidad y agudeza política de una sociedad más crítica que él mismo ayudó a construir.

Es en esas circunstancias que la semana pasada sufrió en carne propia el tormento que él mismo hizo pasar a sus adversarios en el pasado, y al elegir permanecer atrincherado en su camioneta durante dos horas, en Chiapas, el presidente pudo empezar a vivir lo que bien podría ser el comienzo del fin de su propia administración.

La ebullición de los problemas nacionales se impone como una realidad que difícilmente podrá superarse a través de discursos mañaneros –plagados de estadísticas y aproximaciones carentes de verdad. Es en ese escenario de inverosímil idealidad que el propio presidente podría estar sembrando las semillas con que la oposición llegará a cosechar los frutos de un discurso que, durante el primer trienio, no encontró condiciones para plantear.

Esta semana dan inicio las labores del Congreso General, en el que una nueva conformación de las fuerzas políticas en el parlamento podría significar el advenimiento de una nueva plataforma de oposición. Los partidos políticos que conforman la alianza del PAN, PRI y PRD, con representación parlamentaria suficiente, podrán construir y lanzar un discurso crítico contra los desaciertos y tropiezos de esta administración, que no son pocos. Es el momento que juntos esperan para relanzar su ideario a nivel nacional.

Si la burbuja de descontento que mantuvo inmóvil al presidente el viernes pasado encuentra en el discurso del nuevo parlamento una vía para canalizar el desconcierto y la frustración, que los mantiene en la pobreza, el presidente y su partido tendrán serios problemas para conservar el poder en el proceso electoral del 24.

El mantenimiento de la paz nacional y la posibilidad de que México inicie un proceso de sanación con miras a una transformación auténtica está supeditado a la capacidad con que Andrés Manuel López Obrador cuente para respetar la legalidad e impulsar políticas públicas integrales; para escuchar a la gente capaz con quien ha decidido formar su equipo de trabajo; y para alejarse de micrófonos que estarán permanentemente abiertos para grabar y pregonar sus errores.

Es quizá el último punto en el que su determinación de empezar cada mañana con ruedas de prensa desde Palacio Nacional demuestre ser un formato de comunicación social agotado y, ahora, peligroso. Por su proclividad a hablar y encontrar o construir enemigos, el presidente tiene en sí mismo a su peor enemigo.

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