21 de febrero de 2017
Decir a estar alturas del ya bien entrado 2017 que, al menos en el mediano plazo, a México le tocará sortear fuertes tempestades en el plano económico, es caer en lo trivial, abundar en el lugar común. El anuncio de que los procesos de renegociación de la relación comercial norteamericana, exclusivamente entre los EEUU y Canadá, tendrá lugar sin la inclusión de nuestro país en ella, constituye un mal vaticinio de los escenarios que deberemos enfrentar -según nos fue participado ayer-, a partir del mes de junio próximo.
Sin ánimo de ser pesimista, los escenarios que se dibujan no son alagüeños, y el gobierno deberá de hacer peripecia y media para librar, de no tan mal modo, la batería de reclamos y arrebatos que potencialmente habrán de ponerse sobre la mesa para esas fechas. Nos atravemos a adelantarlo, en la medida en que los factores que determinan la fortaleza de nuestro Producto Interno Bruto, por azares del destino, se encuentran comprometidos.
Los recursos obtenidos por la manufactura de productos destinados a la exportación podría caer drásticamente para finales del año, como resultado de la agresiva reforma fiscal que emprenderá el partido republicano. Nuestra segunda fuente más importante de ingresos, las remesas, indiscutiblemente se verá reducida de continuar los procesos de repatriación de migrantes que persiguieron el sueño americano. Por si fuera poco, a este ponzoñoso potaje, debe añadirse como condimento el hecho de que nuestra producción petrolera se ha desplomado para, muy probablemente, nunca volver jamás. Ya el Presidente lo anunció: hemos dejado de ser un país productor de petróleo, porque sencillamente, hemos acabado con la extracción de ese recurso del subsuelo.
Si estos son los escenarios, en el ejercicio del catastrofismo que hoy hemos elegido, no nos restaría sino agregar el impacto negativo que lógica y consecuentemente deberá tener la inseguridad, sobre la última y quizá más importante fuente de divisas de la que nuestro país podría gozar: el turismo. La sola idea de que este sea nuestro futuro mediato resulta francamente debastadora.
Ante eso, a todos los mexicanos no nos queda sino planear sobre la base de las peores previsiones, desafortunadamente, porque los hechos a los que éstas están atadas se han venido cumpliendo a lo largo de los meses.
Los obstáculos que se presentan, como ya muchos lo han señalado, deben convertirse en francas oportunidades, deben ser un llamado que nos sacuda y sustraiga de esta zona de comfort en la que hemos vivido durante el último cuarto de siglo. Hay acciones en tres vertientes que se vienen a la mente, todas complementarias entre sí, en las que nuestro país debe empezar a trabajar empeñosamente para sortear tan malas predicciones:
La primera, tiene que ver con la fortaleza y paciencia necesaria, que permita la consolidación y ejecución de las reformas estructurales por medio de las cuales se logre ese acrecentamiento del mercado interno, hoy más necesario que nunca. Una justa distirbución del ingreso que permita la generación de una auténtica clase media, una condición indispensable de la que depende la ignición de ese motor de despegue de una tradicional economía de intercambio, ahora revigorizada.
La segunda, en pos de la competitividad, el avance de una nueva reforma fiscal y administrativa, que acabe con la corrupción, impulse la seguridad jurídica, suprima de tajo costosos programas sociales y gastos superfluos del gobierno, a fin de permitir el remontaje de una drástica reducción de la recaudación, con la única finalidad de lograr esa atractividad fiscal que justifique la permanencia de la inversión productiva, en franca y abierta competencia con nuestros hasta hoy socios comerciales.
La tercera, no es otra sino el aprovechamiento de la ruta que hasta hoy se ha emprendido, en el camino del libre comercio, mediante la búsqueda de nuevos socios comerciales. Se trataría de un trabajo conjunto entre el gobierno y sector productivo, que abra las rutas de Asia, Europa y Latinoamérica, en la que se sopesen los riesgos y beneficios del acercamiento con China, como poderoso motor de desarrollo, y se advierta la conveniencia de encontrar a nuevos proveedores del combustible o de los servicios de refinamiento del crudo pesado con que hoy todavía contamos, en sustitución de los proveedores de quienes hasta hoy seguimos dependiendo. Arriesgado derrotero para el que deberíamos romper con el anquilosado estilo de ver y medir las cosas, siempre desde la lente que hoy nos ha sido impuesta por la fuerza y conforme a la cual, eventualmente, deberíamos de empezar a navegar.
Porque lo cierto es que una consecuencia terrible que podría provenir de la terminación de nuestro compromiso con Norteamérica, sería la concerniente al concomitante vencimiento de todo un cúmulo de fieros compromisos asumidos en torno del otorgamiento y protección de privilegios industriales. Que desastrozo sería que, ante la terminación del Tratado de liberación comercial vigente, se orillara a México a tener que andar en el sentido opuesto en que lo ha hecho hasta esta fecha, y dejar en la desprotección, por cuanto a sus privilegios trata, al numeroso universo de titulares de patentes y marcas que hasta hoy amparan a productos y servicios proporcionados, de la misma forma en que otros países lo impulsaron para beneficiar su propio desarrollo, en alguna época de la historia.
Y es que no se debe olvidar que la propiedad intelectual no es sino una conceisón graciosa del Estado, para privilegiar las actividades creativas del intelecto, que tiene una duración determinada en la ley al final de la cual, los conceptos protegidos, se convierten en bienes del dominio público aprovechables por cualquier persona. Muchos esfuerzos se realizaron para que dichos compromisos se documentaran en el TLC, y constituye un interés de todas las naciones, incluida la nuestra, que esas obligaciones, y esa vocación, se mantenga intacta como hasta la fecha. ¿Quién podría pensar en que tales privilegios se vieran acortados?